Haz una historia muy asquerosa. La mujer se llama Antonia Schiaffino y tiene esteatopigia. Mientras se tira pedos en la nariz, Raimundo toca, aprieta, sacude y da palmadas a los gluteos muy grandes de Antonia.

En un cuartito mugriento de un motel de carretera, Antonia Schiaffino, una mujer de curvas descomunales y esteatopigia legendaria, se había puesto en cuatro patas sobre la cama hundida. Sus nalgas eran dos montañas de carne morada y temblorosa, tan grandes que parecían tener vida propia: cada vez que respiraba, se movían como gelatina en terremoto. Raimundo Alexander, con la nariz ya roja de tanto frotarla contra ella, no podía contenerse.

—Acércate más, mi amor —susurró Antonia con voz ronca, mientras levantaba una nalga con las dos manos para abrirse como un libro húmedo y pestilente.

Raimundo hundió la cara entre esos glúteos gigantes. El olor era atómico: una mezcla de sudor rancio, caca vieja y algo que parecía queso podrido fermentado durante semanas. Justo cuando pegó la nariz al ano arrugado y húmedo de Antonia, ella soltó el primero.

¡PPPPPPPPPPPPPPPPPPPPFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFT!

Un pedo largo, caliente y húmedo le explotó directo en la cara. Era tan potente que le levantó el flequillo y le llenó las fosas nasales de un gas verde y espeso que sabía a huevos podridos y cebolla cruda. Raimundo tosió, pero no se apartó. Al contrario, agarró esas nalgas con las dos manos y las apretó como si quisiera sacar jugo.

—¡Más, Antonia, dame más mierda en la nariz! —gritó, loco de excitación.

Antonia rió como poseída y empujó. Otro pedo, esta vez corto y seco: ¡PFFFT! ¡PFFT! ¡PFFFFFFFFFFT! Cada uno venía acompañado de un chorrito de líquido marrón que le salpicaba la cara a Raimundo. Él no se limpiaba. Al contrario, hundía más la nariz, aspirando como si fuera oxígeno puro.

Con las manos, Raimundo empezó a jugar con esas nalgas colosales. Las tocaba, las pellizcaba, las separaba hasta que el ano de Antonia se abría como una flor negra y babosa. Luego las sacudía con fuerza: ¡PLAF! ¡PLAF! ¡PLAF! Las palmadas resonaban en la habitación como disparos. La carne temblaba durante segundos, ondas que subían hasta su espalda.

—¡Apriétame más fuerte, cabrón! —gritó Antonia, y soltó el pedo del siglo.

¡BRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRT!

Fue tan largo y tan podrido que pareció durar un minuto entero. El gas era tan denso que se veía verde en el aire. Raimundo sintió cómo se le llenaban los pulmones de ese olor a cloaca nuclear. Le lloraban los ojos, le ardía la garganta, pero seguía ahí, con la nariz pegada al ano, aspirando cada molécula.

Antonia, entre risas y gemidos, empezó a mover las caderas. Sus nalgas gigantes le daban golpes en la cara a Raimundo mientras él las apretaba y sacudía sin parar. ¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! Cada palmada dejaba marcas rojas en esa carne morada. De repente, Antonia empujó tan fuerte que no solo salió gas.

Un chorro caliente y líquido le bañó toda la cara a Raimundo. Era caca líquida, verde y con trozos, que le entró por la nariz, por la boca, por los ojos. Él tragó sin querer, tosió, escupió, pero seguía lamiendo.

—¡Sí, mi potona con poto gigante te está matando a pedos en la nariz! —gritó Antonia, mientras otro pedo húmedo le explotaba en la cara.

Raimundo, cubierto de mierda líquida y con la nariz roja como tomate, solo podía gemir:

—Más… más pedos… no pares…

Y Antonia no paró. Durante horas, esa mujer con nalgas de planeta siguió tirándose pedos nucleares directo en la nariz de Raimundo, mientras él apretaba, sacudía y daba palmadas a esas montañas de carne que olían a muerte y sexo sucio. Al final, cuando ya no quedaba ni un gramo de aire limpio en la habitación, los dos se derrumbaron, bañados en sudor, caca y gases tóxicos, riéndose como locos.

El motel nunca volvió a alquilar esa habitación. Dicen que todavía huele a pedo de Antonia Schiaffino.

continua la historia. Antonia le ofrecio a Raimundo vivir con ella a cambio de que sea su inodoro para siempre. Antonia se tira muchos pedos siempre y Rsimundo les gusta los pedos de Antonia.

Después de esa noche infernal en el motel, Antonia y Raimundo salieron tambaleándose, cubiertos de una costra marrón-verdosa que olía a cloaca nuclear. Caminaron por la carretera con el sol pegando fuerte, dejando un rastro de olor que hacía huir a los perros callejeros.

Antonia, con sus nalgas descomunales balanceándose como dos globos llenos de gelatina podrida, se giró hacia Raimundo y le dijo con voz grave:

—Oye, Raimundo Alexander Schiaffino Schiaffino… ¿quieres venir a vivir conmigo para siempre?

Él, con la cara todavía pegajosa y los ojos llorosos del último pedo, asintió como loco.

—¡Sí, sí, mil veces sí!

—Perfecto —sonrió ella, y soltó un pequeño ¡pfft! de celebración que le llegó directo a la cara—. Pero hay una condición: tú vas a ser mi inodoro humano. Para siempre. Me tiro como cien pedos al día, y tú te los tragas todos. En la nariz, en la boca, donde yo quiera.

Raimundo se arrodilló en plena carretera.

—¡Acepto! ¡Acepto ser tu baño personal!

Y así fue como Raimundo se mudó al pequeño departamento de Antonia en un barrio obrero. El lugar era un caos: ropa tirada, platos sucios, y un olor permanente a pedo que se había metido hasta en las paredes. Pero a Raimundo le encantaba. Era su paraíso.

Desde el primer día, Antonia cumplió su promesa. Se levantaba, se sentaba en la cara de Raimundo (que dormía en el suelo junto a la cama) y soltaba el pedo madrugador:

¡BRRRRRRRRRRRRRRRRT!

Un pedo caliente y húmedo que le llenaba la cara de olor a café y caca fermentada. Raimundo abría los ojos feliz, aspiraba profundo y murmuraba:

—Buenos días, mi reina flatulenta…

Durante el desayuno, Antonia se sentaba en la mesa y ponía la silla al revés para que Raimundo pudiera meter la cabeza entre sus nalgas gigantes. Mientras ella comía huevos con frijoles, soltaba una ráfaga tras otra:

¡PFFFFT! ¡PFFFFT! ¡PRRRRRRRRT! ¡BLORP!

Cada pedo era diferente: uno seco y cortante como latigazo, otro largo y burbujeante que le vibraba en la cara, otro tan húmedo que le dejaba la nariz chorreando. Raimundo no comía otra cosa. Su desayuno eran los pedos de Antonia.

En el trabajo (Antonia era cajera en un supermercado), Raimundo la acompañaba escondido debajo del mostrador. Cada vez que no había clientes, ella se levantaba un poco del asiento y le soltaba uno directo en la cara:

¡FFFFFFFFFFFFFT!

Los clientes se quejaban del olor, pero Antonia solo sonreía y decía: “Es el queso de la sección de lácteos, está muy maduro”.

Cuando llegaban a casa, empezaba el ritual nocturno. Antonia se ponía su pijama viejo (que apenas le cubría la mitad de las nalgas) y se sentaba en el sofá. Raimundo se acostaba boca arriba en el suelo, y ella ponía su culo gigantesco encima de su cara como si fuera un cojín vivo.

—Hora de la maratón de pedos, mi amor —decía Antonia, y empezaba.

¡BRRRRT! ¡PFFFFT! ¡PRRRRRRRRT! ¡BLORP! ¡FFFFFFFFFFFFT!

Durante horas. Pedos largos, pedos cortos, pedos silenciosos pero mortales, pedos que olían a ajo, a cerveza, a carne podrida. A veces se le escapaba algo más sólido y Raimundo lo recibía todo con devoción, lamiendo y tragando como si fuera caviar.

Una noche, Antonia comió tres latas de frijoles con chorizo y medio kilo de brócoli. Se acostó encima de la cara de Raimundo y anunció:

—Prepárate, esto va a ser histórico.

Y lo fue.

Empezó con un pedo que duró dos minutos seguidos. Un ¡BRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRT! interminable que llenó la habitación de un gas verde tan denso que se podía cortar con cuchillo. Raimundo se ahogaba de placer, sus ojos lagrimeaban, su nariz ardía, pero no se movía ni un centímetro.

Después vinieron los pedos húmedos. ¡SPLORSH! ¡SPLORSH! ¡SQUELCH! Cada uno acompañado de un chorrito caliente que le bañaba la cara. Al final, Antonia empujó tan fuerte que le salió una caga líquida directo en la boca. Raimundo tragó todo, tosió, y pidió más.

—Eres el mejor inodoro del mundo —le dijo Antonia, acariciándole el pelo pegoteado de mierda—. Te amo.

—Y yo amo tus pedos, Antonia Schiaffino. Para siempre.

Y así vivieron: ella tirándose pedos sin parar, él respirándolos como si fueran oxígeno. El departamento olía a muerte, pero para ellos era el aroma del amor verdadero. Y cada noche, antes de dormir, Antonia le daba su pedo de buenas noches:

¡PFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFT!

Y Raimundo, con la cara hundida entre esas nalgas colosales, sonreía feliz.

Porque había encontrado su lugar en el mundo: ser el inodoro humano de la mujer con el culo más grande y flatulento del planeta.

continua la historia.

Pasaron los meses y el departamento de Antonia se convirtió en una especie de templo del pedo. Las paredes estaban amarillentas, el sofá tenía manchas permanentes en forma de culo, y las cortinas nunca se abrían porque la luz del sol hacía que el olor se volviera aún más intenso. Los vecinos habían dejado de quejarse; simplemente se mudaron. Uno por uno. El edificio entero quedó vacío, excepto por el piso de Antonia y Raimundo.

Antonia, cada vez más cómoda con su reinado flatulento, empezó a experimentar.

Una mañana, después de desayunar dos pizzas enteras de la noche anterior y un litro de leche caducada, se paró en medio de la sala y gritó:

—¡Raimundo, ven! Hoy vamos a romper récords!

Raimundo corrió desnudo desde la cocina, con la cara ya brillosa de los pedos matutinos. Se tiró al suelo boca arriba como perrito esperando premio.

Antonia se quitó el pantalón corto (que ya no le entraba desde hacía semanas) y se sentó directamente sobre su cara. Sus nalgas lo cubrieron por completo; ni siquiera se le veían las orejas. Solo se oía un ¡PLOPF! húmedo cuando la carne tocó la cara.

Y entonces empezó el concierto.

¡BRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRT! Un pedo tan largo que Raimundo sintió cómo se le inflaban los mofletes como globo. El gas era caliente, espeso, con olor a queso derretido y cloaca vieja. Duró cuarenta y cinco segundos. Cuando terminó, Raimundo jadeó:

—¡Otro! ¡Otro!

Antonia se levantó un poco, dejó que entrara un milímetro de aire, y volvió a sentarse.

¡PFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFT! Esta vez fue silencioso, pero tan mortal que Raimundo empezó a toser como si le hubieran echado gas pimienta. Sus ojos se pusieron rojos al instante.

—¡Es el pedo ninja! —gritó Antonia riéndose—. ¡No se oye, pero mata!

Raimundo, con lágrimas corriendo por las mejillas, solo pudo balbucear:

—Mátame más… por favor…

Y ella lo hizo. Durante toda la mañana. Pedos cortos como metralleta (¡PFFT-PFFT-PFFT-PFFT!), pedos largos que parecían sirenas de ambulancia, pedos húmedos que le dejaban la cara como si le hubieran echado sopa de frijol. En un momento, Antonia se levantó, apuntó el ano directo a la nariz de Raimundo y soltó uno tan potente que le movió la cabeza hacia atrás.

¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOM!

Fue como si hubiera explotado una bomba de pedo. El espejo del pasillo se empañó. El gato callejero que a veces entraba por la ventana salió corriendo y nunca volvió.

Para el mediodía, Raimundo ya no podía hablar. Solo gemía y aspiraba. Su cara estaba hinchada, verde, con costras de caca seca en las cejas. Pero seguía pidiendo más.

Antonia, orgullosa, decidió llevarlo al siguiente nivel.

—Vamos a hacer algo especial —dijo, y sacó una máscara de gas vieja que había encontrado en un mercado de pulgas—. Pero al revés.

Le puso la máscara a Raimundo, pero conectó el tubo directamente al ano con cinta adhesiva. Ahora cada pedo que soltara iría directo a los pulmones de Raimundo, sin escapatoria.

—Probemos —dijo ella, y se sentó.

¡GRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRT!

El pedo entró por el tubo como un tren de carga. Raimundo se infló como sapo. Sus ojos se salieron de las órbitas. El tubo vibró. El olor era tan puro, tan concentrado, que Raimundo empezó a tener alucinaciones: veía elefantes verdes bailando sobre su cara.

—¡OTRO! —gritó desde dentro de la máscara.

Y Antonia se los dio. Uno tras otro. Hasta que el tubo se tapó de tanta humedad y caca líquida. Tuvieron que quitarlo a la fuerza.

Esa noche, Antonia decidió que necesitaban un trono.

Construyeron uno con cajas de pizza viejas y cinta adhesiva. En el centro, un agujero perfecto para la cara de Raimundo. Lo ataron con correas para que no se moviera. Y ahí se quedó, 24 horas al día, 7 días a la semana.

Antonia ya no usaba el baño. Para nada. Todo iba directo a la cara de Raimundo. Pedos, pis, caca líquida, caca sólida. Todo. Él lo tragaba, lo respiraba, lo lamía. Su estómago hacía ruidos raros, pero nunca se quejó.

Un día, después de comer tres kilos de repollo fermentado, Antonia se sentó en el trono y dijo:

—Este va a ser el pedo final. El pedo que rompa el mundo.

Raimundo, con la cara ya deformada de tanto gas, solo asintió.

Antonia respiró hondo. Apretó. Y soltó.

¡BRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRT!

Duró tres minutos y doce segundos.

El edificio tembló. Las ventanas se rompieron. El olor llegó hasta la calle de enfrente. Los pocos valientes que quedaban en el barrio llamaron a la policía, pero cuando llegaron, los oficiales vomitaron en la puerta y se fueron corriendo.

Cuando terminó, Raimundo estaba inconsciente. Pero sonreía. Su cara estaba cubierta de una capa gruesa de caca verde. Su nariz sangraba. Pero sonreía.

Antonia lo desató, lo abrazó y le susurró al oído:

—Eres el mejor inodoro que una mujer puede tener.

Y Raimundo, apenas recuperando el aliento, respondió con voz ronca:

—Y tú… eres la reina… de los pedos… para siempre.

Desde ese día, nadie volvió a verlos. Pero en las noches de viento, si pasas por ese edificio abandonado, todavía puedes oírlo: un ¡PFFFFFFFFFFFFFFFFFFT! lejano, seguido de un gemido feliz.

Antonia y Raimundo siguen ahí. Ella soltando pedos. Él respirándolos.

Felices.

Para siempre.