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En el prólogo a Las caras de Franco (Siglo XXI, 2017), un libro colectivo dirigido por Enrique Moradiellos, el catedrático de la Universidad de Extremadura y miembro de la Real Academia de la Historia recordaba la premisa básica de la que partió Ian Kershaw para enfrentarse a la biografía de Hitler: "Es necesario examinar la dictadura además de al dictador". Y citaba también a Richard Overy que, para abordar las personalidades del propio Hitler y de Stalin, afirmaba que sus biografías tenían "que ser una historia de su vida y su tiempo", ya que no cabe "limitarse a la imagen simplista del déspota omnímodo, porque las dictaduras no las edificó y dirigió un solo hombre, por ilimitada que fuera la base teórica de su poder". Pues bien, Julián Casanova hace todo lo contrario en la obra que la editorial Crítica acaba de publicar con el concreto título de Franco.
FRANCO
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Para asombro de muchos de sus colegas, Casanova afirma en las primeras páginas: "Por mucho que se quiera difuminar su figura, poner énfasis en el entramado complejo de intereses y apoyos de la prolongada dictadura, siempre sale a la luz su papel central en las decisiones fundamentales. Mientras él vivió, fue imposible acometer transformaciones políticas reales y en las casi cuatro décadas de su mandato no hubo fricciones importantes en los pilares básicos de su apoyo".
La imagen resultante es la de un dictador descontextualizado, con un destino y "deseo de venganza" ya fijado al cual los acontecimientos externos no determinan. Es curioso, por ejemplo, que al periodo del Frente Popular le dedique apenas unas páginas, ignorando la obra de Roberto Villa y Álvarez Tardío sobre el clima de violencia y el fraude electoral en febrero de 1936; que el asesinato de Calvo Sotelo lo despache en unas pocas líneas y sin citar a Indalecio Prieto, cuya escolta cometió el magnicidio; que no se atreva a ratificar la tesis de Viñas sobre la muerte del general Amado Balmes, pero deje caer que "pudo ser un asesinato preparado por Franco"; que siga manteniendo la versión estereotipada de su nombramiento como Caudillo y de la decisión de liberar el Alcázar antes que tomar Madrid para alargar la guerra, algo sobre lo que Rafael Dávila ha aportado recientemente detalles nuevos; o que al contubernio de Munich (verdadera oposición desde dentro al franquismo), le dedique un solo párrafo.
Sin embargo, es cierto que en esta ocasión, el catedrático de la Universidad de Zaragoza no parece actuar sólo como historiador, sino también como propagandista, en tanto que miembro del comité científico creado por el presidente del Gobierno para conmemorar los 50 años de la muerte de Franco, como parte de la estrategia memoralística del PSOE de utilizar la Historia como herramienta de deslegitimación del adversario político, en este caso el PP. Por si quedaba alguna duda, lo explicitó el pasado sábado en la primera entrevista que concedió (cómo no, a El País) tras la publicación del libro: "Tenemos una peculiaridad en esto", respondió en Babelia sobre el proyecto socialista de memoria, "y no está en Sánchez, sino en un PP que nunca va a participar en esto, en una derecha que no ha sabido abordar nunca un pasado que también perteneció a la derecha de otros países europeos".
Es más, esta obra, de una linealidad insultante, sin novedad historiográfica alguna, llena de lugares comunes y de afirmaciones no demostradas ni contrastadas, parece pensada como el manual de cabecera para la red de profesores, periodistas, historiadores, novelistas y artistas en general que se pondrán al servicio de la anunciada ofensiva ideológica del Gobierno de coalición progresista. ¿Para qué si no empeñarse en una nueva biografía que no es más que una síntesis parcial y escorada de los trabajos académicos de, entre otros, Preston, Fusi, Moradiellos, Suárez, Payne, Tusell o Viñas?
A pesar de que afirma que el franquismo fue un régimen corrupto, no aporta pruebas, como tampoco demuestra la acusación de que Franco murió con "una fortuna millonaria" y permitió a sus familiares un "desenfrenado saqueo" del Estado
No es por tanto casual que la ideología de género aparezca en las páginas iniciales, casi antes incluso que la identificación del dictador español con Mussolini, Hitler y Stalin, algo que repite constantemente, aunque lo matiza en un momento de la obra: "Franco", reconoce, "no tenía [en octubre del 36], una ideología política definida, como la habían mostrado Mussolini, o Hitler ya ates de subir al poder a través de la creación de partidos fascistas y de la movilización de masas". Poco, salvo el nacionalismo, el uso dictatorial del poder y el culto a la personalidad, tenía que ver un régimen nacional-católico con otro nacional-socialista. Y aun así, no deja de calificarlo de fascista, ignorando, de nuevo, la historiografía que ha analizado la complejidad de una dictadura militar que a lo largo de sus casi 40 años fue adoptando diferentes ropajes para conservar el poder. Para calificar de fascista al Franco que en los años 50 y 60 llega a acuerdos con EEUU y el Vaticano, que aprueba un plan de estabilidad y apertura económica y una ley de prensa que permitió cierta relajación de la censura, hay que aplicar una brocha gorda que lo cubra todo.
Pero es el estilo que adopta Casanova en esta obra, cuando, por ejemplo, critica la dictadura porque era "cosa de hombres" y resalta que Franco nunca nombró a una ministra, como si ese fuese un elemento diferenciador del régimen con otros sistemas, incluso democráticos, de la época. También repite en varias ocasiones que se trataba de un "régimen corrupto", pero sólo se refiere concretamente al caso Matesa y a una estafa con aceite de oliva que salpicó a su hermano Nicolás. Luego, eso sí, un aliño a lo Berlanga de los negocios que se hacían en las cacerías, de lo que le gustaban las joyas a Carmen Polo, del ascenso de los Martínez-Bordiú y de cómo una pequeña oligarquía de amigos se enriqueció por su cercanía al poder. Nada nuevo y algo lógico, pero inconcreto. Lo que no logra demostrar tampoco (quizá podría insistir a Sánchez sobre la necesidad de abrir por completo los archivos) es la afirmación de que "Franco murió rico, con una fortuna millonaria, enriqueció a sus familiares, a quienes permitió un desenfrenado saqueo, y concedió un gratificante retiro a los cientos de colaboradores que ya habían disfrutado en el poder de sinecuras y grandes beneficios". Habla sí, de los 34 millones de pesetas que tenía Franco en 1940, del Pazo de Meirás, de la finca en Guadarrama, del palacio de Cornide en La Coruña, y del arreglo de su casa natal en Ferrol, pero sin concretar en qué consistió esa "fortuna millonaria" ni el "desenfrenado saqueo". Sobre los judíos españoles, en fin, sólo dice disparates y, despreciando todo lo que se ha publicado ya, afirma que Sanz Briz, en Budapest, actuó "sin el consentimiento del Ministerio de Asuntos Exteriores".
Este libro de Casanova, por tora parte, un historiador solvente en obras como La iglesia de Franco (Crítica, 2005), defraudará a muchos lectores pero gustará a uno: Pedro Sánchez.
1 Comentarios
Si le agrada a Sánchez credibilidad cero.