Lanata: “Cuando dije imbéciles quise decir Imbéciles”

La muerte enterró su estatura y su voz está de pie.

Son muy pocos los muertos que le hablan a tantos como Jorge Lanata. Sus magníficas contradicciones y transformaciones acompañaron la necesidad profunda de un país por escuchar, por escucharse, narrado por un implacable cronista de sus desventuras.

Cuántos estentóreos y vacíos milicianos del poder de turno se vuelven ahora tan ínfimos, cuando es Lanata el muerto quien habla.

Se lo escucha en Formosa, en Jujuy, en el Calafate, dentro de las bóvedas, en la impúdica Rosadita, brota en simultáneo con el siseo imperdonable de esos miles y miles de dólares contados con manos sucias, trasciende las ahora temblequeante murallas venezolanas donde fue secuestrado junto por su equipo por la ignominiosa policía secreta del régimen.

Arriba a la Argentina el presidente electo Edmundo González Urrutia en su larga marcha hacia Caracas acompañado por todas las voces que aman la libertad y también envuelto en la atronadora y silente voz de Lanata que no se calla.

No fue suficiente ni el cigarrillo, ni la agonía ni el final previsible para cortarle la lengua, esa utopía de tantos sátrapas.

Ahora, como siempre buscan desacreditarlo, agraviarlo, borrar su identidad tan profundamente periodística, y no.

Con Lanata no.

No pueden.

Los liliputienses no pueden atar y paralizar a su gigante perseguidor, el perseguidor y enunciador de las palabras como cataratas volcánicas de turbulentas aguas de información como surtidores que no cesan.

No cesarán.

Jorge Lanata escribía ésta columna, éste espacio era de él.

No tiene sucesor.

Era unico

Las masacres de la corrupción raigal de la Argentina fueron afrontadas por Lanata en una quijotesca cruzada contra molinos de viento, pero los molinos contra las que luchaba y lucha existen. Son vientos de mentiras, de míseras y millonarias rentas de la mala política.

Toda época necesita su gran cronista.

Lanata es el cronista de la democracia recuperada.

Sus mutaciones son las de la democracia misma.

Todo lo que dijo, desde un color filosófico-político o desde otro color filosófico-político, porque quien no se transforma no entiende, fue un sembradío de lenguajes democráticos, dinámicos, cambiantes desde luego, pero idénticos en su vocación argumental.

Lanata fue un maestro del desacuerdo argumental.

En un país que predica la unanimidad como modelo deseable, es decir, el verticalismo y la obediencia al caudillo de turno, sólo la crítica resguarda y salva. El desacuerdo polémico, la provocación del pensamiento lanzadas a través de esos magistrales insultos riega plantaciones de libertad.

Era el hombre que insultaba sin insultar, salvo cuando insultaba de verdad.

“Cuando dije imbéciles quise decir imbéciles”.

Los juegos de lenguaje de Lanata son complejos. Y a la vez simples.

Podía saludar sin refrenarse, “Buen día manga de hijos de puta”. Y los saludados sonreían percibiendo lo tan particularmente amigable, en ese caso, del enunciador.

Y podía decirle la verdad a un sinvergüenza sin refrenarse tampoco. “Usted es un cerdo”, y el destinatario era -es- un verdadero cerdo.

Nada más lejano para describir a Lanata que la santidad. Jamás quiso aparecer buenista ni protocolarmente beatificado.

Su muerte no lo mejora. Lo mejora su vida acosada de flagelos, aureolada de cámaras, de micrófonos y de teclados, y de escenas que ya nadie olvidará.

Hay que analizar aquella aclaración deliberada frente a un grupo que lo silbaba desde las sombras, cuando Lanata ganaba uno de sus tantos galardones, y desde el escenario los convocaba.

“Los que chiflaron que vengan a chiflar acá, yo no tengo problemas” los invitó Lanata al escenario. Por supuesto, no subieron.

Y entonces dijo y lo dijo para siempre: “Cuando digo imbéciles quise decir imbéciles”.

Ese sí fue un insulto serio, no solo serio, sino “en serio”.

Ese gran drama; los imbéciles.

No fue pronunciado desde la arrogancia, sino desde la fuerza espectacular de lo descriptivo.

Los imbéciles son los periodistas militantes, que se disfrazan de cronistas y son servidores públicos del amo al que se someten.

Los imbéciles, horribles y dañinos son los que lucran desde el poder.

Los imbéciles son los que descalifican postmortem, como a Nisman en su momento o a Lanata ahora, porque lo que investigaron y descubrieron no deberá oírse según sus mandatos enmudecedores y autoritarios,

Los imbéciles son los que no escuchan lo que hay que oír, y difunden vacíos, diatribas con altavoces. Auspiciados ellos por las órdenes que parten de recaudadores de poder y nada más que de poder.

Imbéciles son los que deliberadamente no distinguen lo verdadero de lo falso.

Los que mezclan lo que ocurre con lo que no ocurre para sembrar confusión y cuadriculados simplismos.

La era de los imbéciles está poblada de vizcachas escondidas bajo tierra que sin embargo depredan encubiertas por astucias y malandrinaje.

La era de los imbéciles se hunde e incuba huevos de serpiente, pero tiene talones de aquiles.

Jorge Lanata es un talón de Aquiles de la era de los imbéciles.

Está muerto y está vivo.

El inmortal ha muerto y sigue hablando.

El guerrero pacifista de las palabras continúa escribiendo.

El periodista difunto sigue investigando con toda su vitalidad intacta.

Qué miedo tienen los imbéciles, cuando es Lanata el muerto quien habla.