De la suprema
Mª Teresa Campos dicen que dijo que lleva diciendo, desde hace mucho en su
telebasura, que el 8 de Marzo no debería conmemorarse como Día de la Mujer
Trabajadora, sino como Día de la Mujer sin más. Viniendo de la reina del
cotilleo, que se autopromociona como ejemplo de mujer progre y emancipada, no
debe extrañar, pues se trata de una señorona que tiene a su alrededor todo un
equipo de verdaderos trabajadores y trabajadoras que curran para que ella luzca
su palmito de talla supergrande y pueda codearse con la beautiful people de
Marbella, malayos incluidos. Que al
explotador le interese presentar las cosas ocultando su verdadera naturaleza y
se permita, de vez en cuando, un gesto de paternal-patriarcal condescendencia
respecto a sus sirvientes, rebajándose
hasta su nivel para simular un mundo de igualdad sin diferencias de clase,
entra dentro de lo normal y previsible. Por esta razón, al explotador le
importa ofrecer una imagen de la realidad sin adjetivaciones que ensucien la
apariencia de fraternidad universal. Lo que sí es más extraño, sin embargo, es
que también las herederas de la tradición del 8 de Marzo terminen cayendo en el
mismo discurso generalista y sexista, a la vez que van desprendiéndose de sus
contenidos clasistas originarios.
Feminismo y legalidad burguesa
Kant demostró que nada puede ser pensado sin
determinación, que no existe el sujeto como sustrato en sí mismo, que la
substancia puede existir como idea, como categoría intelectual, pero no como
realidad. Marx decía lo mismo cuando afirmaba que lo real concreto no es sino
la síntesis de múltiples determinaciones, que no existe la categoría general
—añadía Engels— más que como abstracción de esas determinaciones. No existe,
pues, la mujer en general, como no existe la democracia en general, etc. Este
tipo de discursos substancialistas terminan aceptando una lógica idealista que
no sólo admite la preexistencia de platónicas ideas-matriz sobre nuestras
cabezas que supuestamente construyen el mundo desde su materialización, sino
que también se permiten, sin el menor recato, meter en el mismo saco a las
obreras del textil de Nueva York quemadas vivas aquel 8 de marzo de 1857 y a
las hermanas Koplowitz. ¡Qué más da si todas son sufrientes mujeres! Sin
embargo, aquí lo importante es precisamente la determinación social, el
adjetivo, pues en política es tan importante señalar a qué mujeres nos
referimos como de qué clase (es decir, para qué clase) de democracia hablamos.
Igual que existen la democracia burguesa y la democracia proletaria, hay
mujeres burguesas y mujeres proletarias. Pero, dadas las circunstancias —es
preciso reconocerlo— resulta muy complicado mantener la sustantividad de un
discurso que debe sostenerse desde lo adjetivo. Por esta razón, no debe
extrañarnos la tendencia a enfatizar cada vez más en la parte substancial
(género) sobre la adjetiva (clase) en todo discurso dirigido a la mujer trabajadora, y, con ello, a
independizarse cada vez más el epos
feminista de la problemática social general de la clase obrera. De hecho, el
feminismo, en tanto que programa político, no es otra cosa que la maduración de
este proceso de particularización y secesión del movimiento social —acelerado
en nuestros días por el papel creciente del sufragio universal en la
articulación de las relaciones de poder—, un capítulo más en esa continua
cristalización política de intereses corporativos en el seno de la clase obrera
y de la constante desvirtuación de su esencia universal como clase. De este
modo, las mujeres socialistas de finales del siglo XIX y principios del XX, a la
vez que iban alejándose del programa común de la revolución proletaria,
terminaron convergiendo ideológicamente con las feministas de la época, las
sufragistas, y de esta fusión surgió el feminismo moderno. Pero no realizaron
ninguna operación inusitada o insólita: todo el movimiento obrero fue
especializándose en frentes de resistencia que terminaron diluyendo el
denominador común —el carácter social de clase— y subrayando lo que entonces
pasaba a ser propio en cada uno de
ellos. Las cooperativas, las asociaciones de vecinos, los partidos obreros
nacionales, los sindicatos de rama, etc. profundizaron un proceso de
atomización política del proletariado donde su interés general como trabajador
iba subordinándose sucesivamente a sus intereses particulares como consumidor,
como ciudadano, como nacional, como empleado…, proceso al que se unió también
la circunstancia de género.
Con toda probabilidad, la actual descomposición será
una etapa necesaria por la que debamos transitar de cara a la maduración del
proletariado como clase revolucionaria. El movimiento obrero nació con vocación
universal. La Internacional dio carta de naturaleza a este espíritu
cosmopolita. Pero el oportunismo, el reformismo y el revisionismo que
terminaron dominándole —y que reflejaban tanto el origen espontaneísta de su
nacimiento como el interés del capital por dividir a su enemigo— fueron minando
aquella voluntad para disgregarla entre particularismos de todo tipo. Desde
luego, este escenario terminará favoreciendo la aparición de las condiciones
que permitirán a la vanguardia comprender, por fin, que no es posible el
retorno hacia una construcción universal del movimiento obrero más que como
movimiento revolucionario, como Partido Comunista, y que este proyecto nada
tiene que ver con la simple unión de esos distintos frentes reivindicativos.
Más aún, ésta es, en realidad, la vía contrarrevolucionaria de construcción del
movimiento obrero. Los múltiples e incluso contradictorios intereses que han
ido cristalizando desde esos frentes, cada vez más ajenos entre sí, han
terminado compenetrándose con los de la clase dominante para consolidar grupos
de presión interesados en sostener el sistema de dominación capitalista. El
sindicato obrero moderno no sólo es la primera y más antigua expresión de esta
simbiosis, sino también el modelo a imitar por los que han ido siguiendo su
estela.
En realidad, desde el punto de vista
jurídico-institucional, no es la evolución material del sindicato como
asociación obrera la que explica esa posición de alianza con el capital, sino
más bien las condiciones económicas y políticas que lo han investido como agente social sujeto de derecho. Es el
hecho de este reconocimiento jurídico como interlocutor social, como sujeto
colectivo y como parte contratante lo que sitúa al sindicato en esa posición de
dominio social y político que hoy disfruta. No es, por tanto, el sindicato en
tanto que tal, sino el sindicato como parte del Convenio Colectivo. Éste, el
convenio colectivo, fue, en su momento, una aberración y al mismo tiempo una
revolución institucional. Una aberración porque trastocaba las reglas del juego
del liberalismo doctrinario decimonónico, basado en el reconocimiento del
individuo como único sujeto de derecho. La introducción de iure de un sujeto colectivo ponía patas arriba todo el edificio
del Estado liberal. En esto consistía la revolución: la introducción del
iusnaturalismo y el sufragio universal, la ampliación de los derechos por medio
de la agregación de la carta social al listado de los derechos civiles y, en
definitiva, la constitución del llamado Estado
social y democrático de Derecho —Estado
del bienestar, para los economistas burgueses—, en el que los trabajadores
aparecen reconocidos como clase y reciben un rol funcional como tal clase, no
fueron sino el resultado en la sociedad capitalista de la lucha de clases del
proletariado, en general, y del triunfo de las primeras revoluciones
socialistas, en particular. Pero todo se resumía, a fin de cuentas, en el
reconocimiento formal por parte del capital de un representante colectivo de la
otra clase como sujeto con capacidad contractual. Y es desde este hecho, en
esta esfera de la superestructura de la sociedad, desde donde —en convergencia
y, al mismo tiempo, como reflejo de transformaciones en las relaciones entre
las clases y en el propio seno del proletariado que estaban teniendo lugar con
el surgimiento del capitalismo monopolista— se realizará la conversión de un
suceso que fue revolucionario (en el
sentido de que significó progreso para las masas en tanto que subproducto
reformista dentro de un contexto más amplio de ofensiva revolucionaria del
proletariado internacional) en su contrario, en un hecho con efectos
contrarrevolucionarios. El sindicato moderno dejó de evolucionar a la par que
el desarrollo revolucionario del proletariado y tendió a adaptarse a las
condiciones de dominación política del capital hasta convertirse en un
magnífico ejemplo de enquistamiento político y conservadurismo social. La
capacidad otorgada a este agente social,
en virtud del principio de representación, de decidir sobre los destinos de
todo un colectivo, independientemente de que los individuos que lo componen
hayan decidido voluntariamente asociarse o no con él, consigue el curioso
efecto contrario de anular los escasos beneficios que aún podría reportar el
ejercicio de los derechos individuales de la democracia burguesa, al mismo
tiempo que volatiliza el potencial político de la unión asociativa de la masa
trabajadora. El sindicato moderno decide por el trabajador individual al mismo
tiempo que no educa su conciencia social, colectiva y solidaria, sino su
conciencia individualista.
Es esta estrategia de integración en el sistema sobre
la base del reconocimiento —de iure o de facto— del colectivo como sujeto social, de la cristalización en
su seno de determinados intereses corporativos que vinculen su supervivencia a
su reconocimiento legal como grupo de interés —o sea, como lobby, como grupo de presión—, y de su asimilación por el aparato
de dominación ideológica a través de la subversión en clave reaccionaria y
conservadora de unos principios o de un programa de origen pretendidamente
progresista, la que ha servido y está sirviendo de modelo a otros movimientos
sociales, verbi gratia, el feminismo,
pujante hoy gracias al apoyo que recibe desde el poder. Desde los 60, el
movimiento feminista ha ido evolucionando en la dirección de su adaptación al statu quo y en la de su incorporación al
terreno de juego de las relaciones de poder del Estado. Para ello, al mismo
tiempo que se deshacía de todo resabio y de todo recuerdo del marxismo, ha ido
elaborando un discurso basado en el reconocimiento de la mujer —del género
femenino— como sujeto social, sin la menor sensibilidad sobre las consecuencias
políticas y jurídicas de tal reivindicación, que tiran directamente contra
algunos de los pilares fundamentales de la democracia burguesa, precisamente en
la parte que más puede beneficiar a los sectores menos privilegiados y más
desprotegidos de la sociedad. En este sentido, es ilustrativo que el discurso
feminista haya ido basculando desde la reivindicación de la igualdad en el
disfrute del derecho a la de la igualdad en el disfrute del poder. Consecuencia
lógica, por otra parte, cuando se está hablando de la “igualdad como diferenciación”,
es decir, cuando se enfatiza y resalta la diferencia ante la ley como resultado
del ejercicio del Derecho; justo al contrario que la doctrina liberal —que
cabalmente adoptó el Estado de Derecho—, para la cual, la ley garantizaba la
igualdad jurídica entre los originariamente diferentes (debido a las distintas
condiciones, económicas y de todo tipo, de partida entre los individuos). La
lógica jurídica feminista niega toda posible construcción conceptual y legal de
un sujeto de derecho universal, destruye el pedestal sobre el que la burguesía
erigió al ciudadano. Por el
contrario, la ley se fundamenta en lo particular, en la especificidad del
cuerpo social tomado en sus distintas partes. La sociedad civil ya no puede ser
contemplada como suma de individuos iguales en derechos, sino como agregado de
intereses corporativos; y la sociedad política debe reflejar esos intereses
dispares en su Constitución. No es de extrañar, pues, que algunas ideólogas del
feminismo hablen de la necesidad de un “nuevo pacto social” o de “refundar el
Estado”.
El principio corporativo va conquistando espacios
dentro del entramado ideológico de legitimación del Estado capitalista. Lo
paradójico —aparentemente— es que para el doctrinario burgués el corporativismo
es lo contrario del liberalismo y de la democracia, es el padre del totalitarismo. En plata, el
corporativismo es el elemento generatriz de la constitución política del Estado
fascista, como la historia ha mostrado en sucesivas ocasiones. La consigna que
resume el aporte feminista a este proceso de corporativización del poder
político se denomina democracia paritaria,
y su perniciosa secuela, discriminación
positiva. Curiosamente, este año, la celebración institucional del 8 de
Marzo ha estado dirigida a celebrar el 75 aniversario de la introducción del
voto femenino, con el lema: Del derecho
al voto a la democracia paritaria. Irónicamente, en esta proclama se
encuentra recogida toda la evolución del feminismo (y, general, de todo el
reformismo): de la democracia a la reacción.
La traducción normativa de la revisión bajo cuerda de
los presupuestos del constitucionalismo político —que en este país ha sido
iniciada por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero— acarrea consecuencias
varias, todas ellas con efectos nefastos para las bases del sistema legal
vigente. En primer lugar, algo tan evidente como la liquidación del principio
de no discriminación por razón de sexo, uno de los pilares jurídicos —junto a
la inocuidad legal de la raza y las creencias del individuo— del Estado de
Derecho. Todas las reformas legales del gobierno PSOE que, según dicen,
persiguen atajar la discriminación de la mujer, parten de la demolición de ese
precepto, sancionado por la Constitución de 1978. Suponen, por lo tanto, un
retroceso, no sólo desde el punto de vista de la Carta Magna española, ya de
por sí bastante cortita en eso de expedir libertades, y también desde el de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (lo cual no quita para
que sus altos funcionarios, instalados tanto en la incongruencia como en la
corrupción, coqueteen servilmente, ya por motivos electorales ya por mezquinos
intereses de promoción burocrática, con el discurso cuya aceptación
incondicional se ha convertido en marca de fábrica de lo establecido como políticamente
correcto, además de índice de lo que ha logrado progresar el lobby feminista en las sociedades
opulentas que hoy deciden los destinos de la humanidad), sino sobre todo con
respecto a lo que supuso de progreso la revolución burguesa en general.
La promulgación de legislación del tipo del
anteproyecto de Ley Orgánica de Igualdad entre Hombres y Mujeres, aprobado por
el gobierno a principios de marzo, que inaugura y sanciona la política de cuotas en función del sexo,
no sólo profundiza el socavamiento de las bases del Derecho burgués, fundado
sobre la igualdad formal, sino que introduce un nuevo principio que termina de
subvertir los fundamentos jurídicos de la legalidad burguesa. La política de
cuotas trae implícito el principio de escasez
en el disfrute del Derecho, introduce la idea de la necesidad del reparto en el uso de los bienes
jurídicos que, entonces, son considerados como escasos o limitados. Para la
doctrina, el límite del Derecho procedía sólo de su regulación normativa, de la
tutela del poder público en su aplicación, pero sin limitación alguna como
marco abierto proclive al desenvolvimiento pleno de la proyección del individuo
en la vida civil. Ahora, en cambio, el propio Derecho está limitado de partida
por un criterio que no sólo es externo, sino que contraviene la naturaleza
misma de ese Derecho. Así, por ejemplo, según el mencionado antrepoyecto,
cualquier persona, hombre o mujer, candidata a integrar una lista electoral no
posee el derecho al 100% de posibilidades, contrastables después en función de
los méritos personales, etc., sino sólo el 60% de posibilidades de partida en
razón del sexo. Igual que los sindicatos ocultan la incapacidad manifiesta del
capital para crear los puestos de trabajo necesarios para terminar con el paro
detrás de falacias como la de que el trabajo es un bien escaso que hay que
repartir, las feministas ocultan la incapacidad del régimen burgués para
ofrecer más democracia y más libertad al pueblo con la política de cuotas y la
doctrina del reparto del Derecho y de la cola de la compra para su usufructo.
El reformismo feminista persigue la igualdad real desde la desigualdad formal.
Esta última aberración del Derecho positivo, al contrario que la que en un
principio introdujo el movimiento obrero, lejos de ser revolucionaria es
reaccionaria, y supone un retroceso que liquida las garantías jurídicas del
viejo liberalismo a la vez que, en lo material, no asegura más que la promoción
de una determinada casta privilegiada de señoronas dispuestas a vivir del
cuento del victimismo de género y a repartirse su correspondiente parte
alícuota del pastel. El reformismo feminista es la demostración palpable de la
situación límite en la que se encuentra el sistema de dominación burgués para
encontrar una alternativa distinta de la revolución que no sea el reaccionario
corporativismo protofascista ante la incorporación de cada vez más sectores de
las masas a la vida pública y a la política. El feminismo expresa en la
actualidad, de la manera más patente, la bancarrota general de todo el
reformismo y de su papel como dique de la revolución, al mismo tiempo que pone
en evidencia el verdadero papel de la izquierda
institucional, de la socialdemocracia y el eurocomunismo. El feminismo aplicado
es la prueba de cargo contra el fiasco de la vía reformista, contra los
embaucadores que pretenden reformar la democracia burguesa, democratizar la democracia, contra los
publicanos de la política que se han hecho republicanos porque han renunciado a
implantar la verdadera democracia de la mayoría, la dictadura del proletariado,
único modo de que las masas puedan disfrutar sin límites del Derecho, de la
libertad y de la igualdad.
Género y familia
Finalmente, normativas como la Ley Integral contra la
Violencia de Género, que entró en vigor a comienzos de
El marxismo demostró hace tiempo que la diferente
posición social de los sexos y la marginación de la mujer tienen raíces
económicas que se remontan a la aparición de la propiedad privada y de la
familia como estructura de organización social. Naturalmente, el feminismo al
uso hace abstracción de estos elementos de base y prefiere hablar de las relaciones
entre los sexos al modo burgués, sin historia, en abstracto y como partiendo de
individuos aislados, resguardados de toda influencia ajena a su circunstancia
de género y al comportamiento que se le atribuye respectivamente como natural y espontáneo. El gran error de
fondo, pues, consiste en considerar las relaciones de género independientemente
de la familia y en observar a ésta más bien como resultado de esa relación,
como si de un contrato de colaboración entre individuos de distinto sexo se tratase.
Sin embargo, la realidad es que la familia es una estructura social
preexistente a todo vínculo matrimonial, es el marco dado en el que se
circunscriben las relaciones entre los sexos, el molde que las modela. El
desarrollo de toda sociedad de clase depende de la producción y reproducción de
sus condiciones de vida, del conjunto de relaciones sociales y económicas y, en
particular por lo que aquí nos ocupa, de la reproducción biológica de la
especie. Es esta función social la que, precisamente, asigna la sociedad de
clase a la familia; en un sentido, además, específico y categórico: garantizar
la reproducción física de la clase productora, de la clase explotada creadora
de toda la riqueza social. Como organismo de reproducción biológica de la
sociedad de clases, entonces, la familia refleja en su seno la estructura
general de clase de toda la sociedad. La desigualdad en la intimidad del hogar
no se genera desde dentro, es la sociedad quien se la inocula. De hecho, la
familia es, en sí misma, cristalización de una sociedad que ya es desigual, que
ya ha repartido roles desiguales y que ya ha repartido la riqueza
desigualmente; de hecho, históricamente, la familia surge con las clases, es
uno de los síntomas de la nueva enfermedad en la convivencia entre las
personas. Por consiguiente, el problema de la mujer está estrechamente ligado y
no puede desvincularse del problema del desarrollo y extinción de la familia
como ámbito social particular de relaciones de clase.
La desestimación premeditada de este enfoque y su
sustitución por el punto de vista naturalista, individualista y abstracto del
género persigue la ocultación de las causas sociales que están en la raíz del
problema, ocultación que se formaliza a través de un determinado lenguaje que
conlleva la incompatibilidad conceptual con todo posible acercamiento
científico al tema. El simple uso de la categoría violencia de género para describir la manifestación más onerosa y
despreciable de la posición subsidiaria que sufre la mujer en la relación entre
los sexos, implica ya una selección intencionada y dirigida de todo el conjunto
de fenómenos que se desarrollan dentro del ámbito doméstico. La acepción violencia de género —que, curiosamente,
sólo contempla la actitud violenta de los hombres respecto de las mujeres, y no
a la inversa— extrae de raíz la relación varón-mujer del escenario social que
le es propio y prepara las condiciones teóricas para su tratamiento aislado y
su comprensión unilateral e independiente de ese ámbito originario. Desde
luego, el concepto violencia doméstica,
en creciente desuso, es mucho más adecuado, tanto más si tenemos en cuenta, por
un lado, que la explicación teórica del 20% de la violencia de género, la parte
que padecen los varones, queda en
descubierto teórico, y que, por otro, resulta que tanta parafernalia
teórica, legal y penal sólo se refiere, después de todo, al 53% de las muertes
en el terreno de las relaciones de parentesco. La violencia experimentada por
niños, mayores y varones también se da en la esfera doméstica y obedece a las
mismas causas que la que sufren las mujeres. Pero para comprender esto se
precisa un paradigma teórico mucho más amplio que el que presta la perspectiva
sexista y unilateral del feminismo, en consonancia con su ambicioso proyecto de
incorporación como agente social
reconocido (o sea, como grupo de interés, como grupo de presión) en el aparato
de dominación capitalista.
La ocultación ideológica de la esfera doméstica como
el verdadero medio social en el que se desenvuelven las relaciones de parentesco
—entre las que se incluyen las de género— y desde el que es preciso partir para
comprender su verdadera naturaleza, se complementa, ya en el plano práctico de
la lucha reivindicativa del feminismo, con un nuevo mito que desborda el ámbito
privado de las relaciones domésticas y extiende la cortina de humo del discurso
feminista al plano social de las relaciones entre las clases. Se trata de la
consigna A igual trabajo, igual salario.
Ciertamente, el diseño de toda estrategia de acción
social fundada sobre esta reivindicación, además de no sobrepasar los límites
burgueses del igualitarismo formal, carece de todo apoyo científico. Marx
demostró que el capital no remunera en función del valor del trabajo, sino en
función del valor de la fuerza de trabajo. Más aún, el capital paga el valor de
reproducción de la fuerza de trabajo como tal fuerza de trabajo; el capital
paga al obrero lo necesario para que mantenga su capacidad como productor y la
de su estirpe como futuros productores. El capital, por lo tanto, no toma en
consideración al obrero individual como portador de la fuerza de trabajo, sino
a la unidad económica básica de
reproducción de la fuerza de trabajo, es decir, la familia. En la práctica
económica, el obrero aislado no existe; existe la clase social de los
productores que permanece sobre la desaparición de sus componentes
individuales. Y esto no es posible fuera del organismo que garantiza esa
permanencia. A diferencia de la unidad básica de producción económica (el
puesto o el centro de trabajo), célula de reposición y crecimiento de los
bienes económicos, la familia es la célula de reposición de la fuerza de
trabajo en sus dos dimensiones fundamentales: fisiológica, o de recuperación
diaria de la capacidad de trabajar del obrero individual, y biológica, o de
reproducción de la fuerza de trabajo como especie social. El capital no exige
al obrero sólo que vuelva a trabajar al día siguiente, sino que procree para
seguir explotando a sus herederos cuando él desaparezca. Por eso, el valor del
salario no es, ni mucho menos, el valor del trabajo, ni tampoco el de la fuerza
de trabajo individual, sino el del mantenimiento de la unidad económica básica
de reproducción de la fuerza de trabajo; por eso, el capital jamás pagará el
salario per capita, sino en función
de la incorporación de los miembros de la familia al mercado laboral, a los que
remunerará más o menos equitativamente dependiendo de las condiciones sociales
y las convenciones culturales (principalmente, y respective, del estado de la lucha de clases del proletariado y del
grado de solidez de la familia patriarcal tradicional), cuestión —ésta del
reparto del mismo salario entre los distintos miembros laboriosos de la familia
de manera equitativa o no— de nimia importancia para aquél, por cierto.
El feminismo hace el juego al capitalismo cuando
centra sus reivindicaciones en el igualitarismo de las formas que éste acepta y
promociona. Igual que los ideólogos burgueses hablan del derecho al trabajo a
la vez que el capital pide mayor flexibilización del mercado laboral y persigue
acercarse al máximo al despido libre (como por estos días está dejando claro el
Gobierno Villepin, en Francia, con su CPE
—contrato de primer empleo), de la misma manera, mientras la burguesía habla de
igualdad de la mujer, el capital incorpora cada vez más mujeres para poder
explotarlas más y mejor como fuerza de trabajo más barata. La incorporación de
la mujer supone un alza en la demanda de empleo y, por consiguiente, la presión
a la baja de los salarios. Al capital le da igual pagar un salario que dos
medios salarios: siempre va a remunerar el valor de la célula básica de la
sociedad, que no es el individuo, sino la familia. Le beneficia, incluso, la
incorporación laboral de la mujer porque a cambio del mismo salario podrá succionar
más plusvalía. La consigna feminista de igualdad salarial oculta la verdadera
naturaleza del capitalismo y favorece la explotación de la clase obrera. Los
comunistas no negamos la necesidad de luchar por la incorporación de las
mujeres en todas las esferas de la vida pública; pero los términos y las
limitaciones con que el feminismo encauza ese objetivo no pueden más que
conminarnos a pensar que esa consigna sirve también para sellar la alianza que
el feminismo ha firmado con el capital.
El feminismo que viene ha mudado de piel. A diferencia
del sufragismo burgués o de las líderes socialdemócratas del siglo XIX, que
encabezaron luchas de carácter progresista, el desarrollo de la lucha de clases
del proletariado y los realineamientos sociales que trae consigo el capitalismo
monopolista han subvertido el contenido del feminismo moderno, así como de todo
el reformismo. Si con el nacimiento del movimiento obrero la lucha por reformas
estaba al servicio de la acumulación de fuerzas de la clase obrera, el nuevo
contexto imperialista y la escisión histórica del movimiento obrero en dos alas
convirtieron la vía reformista en dique de contención de la revolución. Sin
embargo, durante el Ciclo de Octubre, el reformismo todavía podía jugar un
papel positivo en tanto que epifenómeno de la revolución. Pero el contexto que
todavía daba un sentido progresista a la reforma ha desaparecido. En la
actualidad, la reforma se opone a la revolución en los mismos términos
antagónicos que se oponen la burguesía y el proletariado, el revisionismo y el
comunismo. Los movimientos sociales, en su lucha por sus reivindicaciones
inmediatas, generan su propia conciencia espontánea, su propio discurso de
autolegitimación y sus propios métodos y estrategias de adaptación a las condiciones
en que tienen lugar esas luchas; métodos y estrategias que, por consiguiente,
no cuestionan nunca las premisas de esas condiciones dadas en que se mueven. En
la medida que ocurre esto, los movimientos sociales reproducen esas mismas
premisas y, por lo tanto, las causas que crean los efectos que precisamente
quieren combatir. De este modo, la autolegitimación de cada movimiento de
reforma parcial supone la legitimación del sistema en su conjunto.
El feminismo que viene es el feminismo resabiado que
se ha emancipado de todo vínculo con la lucha revolucionaria del proletariado;
el feminismo que viene es el feminismo maduro que ya ha culminado las últimas
etapas de su evolución como movimiento reformista, etapas en las que la reforma
se integra en el sistema para apuntalarlo y conjurar la revolución —o su
preparación—; el feminismo que viene ha superado la reválida para incorporarse
al aparato ideológico y de propaganda de la clase dominante: en lo jurídico,
despliega velas en el mismo rumbo que orienta la tendencia creciente hacia la
fascistización del Estado; en lo político, contribuye de manera irreprochable a
la división interna de la clase obrera con la excusa mendaz de la existencia de
una contradicción inconciliable de género; en lo económico, oculta la
naturaleza del capitalismo y favorece la explotación de las masas; finalmente,
en el aspecto social, esconde la raíz clasista de las contradicciones sociales,
vela por la salvaguarda de las formaciones de clase básicas del capitalismo,
como la familia, y, en general, coadyuva en la continuidad y supervivencia de
la sociedad organizada en clases.
Fan Shen