“La verdad es que esa fama que ha conseguido me alegra mucho, porque quien la alentaba para que comenzara a modelar fui yo. ‘Tendrías que ser modelo’, le decía cuando era chiquita, porque era muy bonita y tenía piernas largas”, contó con orgullo a PERFIL su papá, Aníbal González Almada. Y es que este coqueto porteño que se niega a declarar su edad sabe mucho de desafíos: cuando comenzaba su carrera como cantante tropical, a comienzos de los 60, le ofrecieron un contrato para instalarse en España. El aceptó, se rebautizó Cacho Valdez y se entregó a una aventura que lo llevó a presentarse en los más exóticos rincones del mundo y que terminó por instalarlo definitivamente en Nagoya, la ciudad japonesa en la que actualmente reside.
—¿Por qué decidió irse de Argentina y no regresar?
—En realidad, me fui porque me convocaron para trabajar durante seis meses en Madrid y cubrir, de algún modo, el lugar que iba de dejar Alberto Cortez con su decisión de abandonar el género tropical para meterse de lleno en el melódico. Fui con la idea de ir y volver, pero la pegué y me convertí en una especie de ídolo de la juventud de esa época en España. También canté en Italia y Portugal, y hasta conseguí dar shows para una cadena de hoteles internacionales que me llevó a Bagdad, El Cairo, Beirut... En el ‘67 me fui para Oriente Medio, y en el ‘70 llegué a Japón.
—Y ahí eligió quedarse...
—Nos contrataron para ir a dar una serie de recitales por Japón, algo que era como un sueño para cualquier artista de la época. Pero logramos, junto a mi orquesta, grabar nuestro primer disco y la verdad es que fue un éxito. Y también conocí a mi ex esposa, que era una fan que siempre venía con otras chicas a los shows nuestros. Ella empezó siendo como una especie de intérprete que me ayudaba a manejarme con el idioma, pero después nos enamoramos, nos casamos y tuvimos cuatro hijos: Aníbal, Karen, Jessica y Angélica. Todos son japoneses menos Karen, que nació en Buenos Aires durante un viaje que hicimos allá para visitar a la familia. Por entonces vivíamos en Fukui, pero cuando me separé de mi ex mujer, ella se instaló en Tokio con los chicos y yo me mudé a Nagoya. Seis años después, volví a casarme con mi actual esposa, Cecilia, que también es argentina y con quien tengo dos hijas, de 2 y 5 años.
—¿Qué cosas les pudo transmitir de la cultura argentina a sus hijos?
—Creo que, principalmente, la comida (risas). Estuvimos un mes en Buenos Aires en el ‘91 y los cuatro estaban enloquecidos con la comida argentina. No podían creer lo que veían, porque acá la carne te la venden de a 100 gramos y allá veían esos platos que tenían como medio kilo de vaca cada uno. ¡Se la pasaron pidiendo churrasco! (risas).
—¿Qué siente cuando ve a Jessica en una revista?
—Mucho orgullo. Es una chica muy responsable, muy estudiosa y muy luchadora, una mujer muy emprendedora. Cuando era chica, me acuerdo que me decía: “Papá, yo me quiero acostar y descansar porque mañana me tengo que levantar temprano y tener la cara bien despierta”. Empezó a modelar a los 14, pero desde chiquita siempre fue como una minidiva. Siempre hizo mucha gimnasia, yoga, le gustaba cuidarse mucho con las comidas. Y entiende bastante español, porque a mis hijos les hablo en castellano y cada uno me responde en el idioma que le sale (risas).
—¿Ya pudo conocer a su futuro yerno, Jenson Button?
—No, no tuve la oportunidad de conocerlo todavía. Nos vemos poco, en realidad. Ella está muy ocupada, viaja mucho, y como no le gusta que nadie se meta en su vida privada entonces separa mucho las cosas. Y nos desencontramos, porque por ahí voy a Tokio y ella está en Australia. Ahora, por ejemplo, está por cuestiones laborales en Barcelona y aprovechó para encontrar a Aníbal, mi hijo mayor que vive en Italia. Por eso es muy difícil combinar agenda, y cuando la vi por última vez, la relación con Button no estaba muy asentada todavía.